lunes, 18 de junio de 2012


LA MORERA
           
            Por los Llanos de La Ina, junto al río Guadalete y a su orilla, la Cartuja, muy cerca de donde se desarrolló la famosa batalla, hay una finca plantada de naranjos y ciruelos, aparte de diferentes hortalizas, a donde me dirigí a ver a mi amigo Juan para coger algunas ciruelas y dar un paseo por la misma. Habíamos quedado allí. Yo me adelanté a su llegada. La cancela estaba cerrada. Esperándole, observé que entre el canal de riego y el río, había una morera frondosa, de buena sombra. Me acerqué a ella y la vi. Estaba cargadita de sus frutos: moras. ¡Moras! ¡Moras blancas! ¡Moras! ¡Cuánto tiempo sin tenerlas al alcance de la mano! Y… empecé a cogerlas, una a una, con mimo y delicadeza, con las yemas de los dedos, muy suave, para a continuación llevármelas a la boca y degustarlas. ¡Uuuuuhhhhhhnnnnnn!, ¡qué dulces!, sus azúcares se deslizaban por entre los labios para llevarlos hasta el paladar donde ejercía de alucinalojenos placenteros y… me vino al recuerdo de niño cuando a media mañana y después de haber recogido forraje para alimentar al ganado, tarea que teníamos, los niños vecinos de campo, y otros, también,  nos uníamos en los canales de riego para bañarnos y en las moreras para coger y comer moras hasta hartarnos y así eso de ponernos “moraos”. Nos subíamos a ellas para escoger las mejores, las más grandes y cada uno tenía sus preferencias, pero al final todos hacíamos lo mismo retándonos unos a los otros  a ver quién subía más alto y las cogía más grandes y mejores. Y… jugábamos a “guerrear”. Cada uno tenía “su morera”, que era su “fuerte” en donde hacía su “trinchera”.

            Si recuerdas lo anterior, no puedes dejar de lado aquellas otras tareas colegiales de coger hojas de moreras para alimentar al huerto de gusanos de seda que teníamos y que el maestro regentaba para hacer algún dinerillo que nos ingresaba en una cartilla de ahorros que nos tenía asignada a cada uno. Saco de yute al hombro, nos íbamos, por cuadrillas, por aquellos linderos de propiedades de parcelas de colonos, donde, en hileras, habían plantadas y bien crecidas muchas moreras, de donde cogíamos sus hojas y las metíamos dentro del saco. Echa la labor de la recogida de hojas, regresábamos al huerto de gusanos de seda y se las esparcíamos a ellos, que al instante las devoraban. El huerto de gusanos de seda estaba en habitáculos ventilados en estanterías con bateas en donde depositaban los huevecillos que las palomitas salidas de los cascabullos, ponían en el lugar destinado para esa función, de los que “nacían” los gusanos, que con el tiempo, se envolvía en su propia seda para quedar atrapado en su interior y producirse, pasado un tiempo, su metamorfosis, cumpliendo de esta manera los ciclos propios que le marca la vida de la propia naturaleza. ¡Maravillosa explosión de vida!

            Todo esto se me agolpó, en recuerdos, en un instante, esa tarde, que fui a la finca situada en Los Llanos de la Ina, junto al río Guadalete y a su orilla, La Cartuja, en el silencio de sus campanas, cerca de donde se desarrolló la famosa batalla,  en donde todo parecía un sueño del que despertara dulcemente para mostrase la belleza simple de la naturaleza y hacerme gozar a pleno pulmón de la exquisitez de sus caprichos.

Y todo… por una morera.


            “De entre la multitud de gentes que deambulan por el mundo de los sueños, el soñador es el único que despierta.” (1)                                                                                                         

Simón Candón 18/06/2012


(1) Moncho Dicenta

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