LA MORERA
Por
los Llanos de La Ina, junto al río Guadalete y a su orilla, la Cartuja, muy
cerca de donde se desarrolló la famosa batalla, hay una finca plantada de
naranjos y ciruelos, aparte de diferentes hortalizas, a donde me dirigí a ver a
mi amigo Juan para coger algunas ciruelas y dar un paseo por la misma. Habíamos
quedado allí. Yo me adelanté a su llegada. La cancela estaba cerrada.
Esperándole, observé que entre el canal de riego y el río, había una morera
frondosa, de buena sombra. Me acerqué a ella y la vi. Estaba cargadita de sus
frutos: moras. ¡Moras! ¡Moras blancas! ¡Moras! ¡Cuánto tiempo sin tenerlas al
alcance de la mano! Y… empecé a cogerlas, una a una, con mimo y delicadeza, con
las yemas de los dedos, muy suave, para a continuación llevármelas a la boca y
degustarlas. ¡Uuuuuhhhhhhnnnnnn!, ¡qué dulces!, sus azúcares se deslizaban por
entre los labios para llevarlos hasta el paladar donde ejercía de
alucinalojenos placenteros y… me vino al recuerdo de niño cuando a media mañana
y después de haber recogido forraje para alimentar al ganado, tarea que
teníamos, los niños vecinos de campo, y otros, también, nos uníamos en los canales de riego para
bañarnos y en las moreras para coger y comer moras hasta hartarnos y así eso de
ponernos “moraos”. Nos subíamos a ellas para escoger las mejores, las más
grandes y cada uno tenía sus preferencias, pero al final todos hacíamos lo
mismo retándonos unos a los otros a ver
quién subía más alto y las cogía más grandes y mejores. Y… jugábamos a
“guerrear”. Cada uno tenía “su morera”, que era su “fuerte” en donde hacía su “trinchera”.
Si
recuerdas lo anterior, no puedes dejar de lado aquellas otras tareas colegiales
de coger hojas de moreras para alimentar al huerto de gusanos de seda que
teníamos y que el maestro regentaba para hacer algún dinerillo que nos
ingresaba en una cartilla de ahorros que nos tenía asignada a cada uno. Saco de
yute al hombro, nos íbamos, por cuadrillas, por aquellos linderos de
propiedades de parcelas de colonos, donde, en hileras, habían plantadas y bien
crecidas muchas moreras, de donde cogíamos sus hojas y las metíamos dentro del
saco. Echa la labor de la recogida de hojas, regresábamos al huerto de gusanos
de seda y se las esparcíamos a ellos, que al instante las devoraban. El huerto
de gusanos de seda estaba en habitáculos ventilados en estanterías con bateas
en donde depositaban los huevecillos que las palomitas salidas de los
cascabullos, ponían en el lugar destinado para esa función, de los que “nacían”
los gusanos, que con el tiempo, se envolvía en su propia seda para quedar
atrapado en su interior y producirse, pasado un tiempo, su metamorfosis,
cumpliendo de esta manera los ciclos propios que le marca la vida de la propia
naturaleza. ¡Maravillosa explosión de vida!
Todo
esto se me agolpó, en recuerdos, en un instante, esa tarde, que fui a la finca
situada en Los Llanos de la Ina, junto al río Guadalete y a su orilla, La
Cartuja, en el silencio de sus campanas, cerca de donde se desarrolló la famosa
batalla, en donde todo parecía un sueño
del que despertara dulcemente para mostrase la belleza simple de la naturaleza
y hacerme gozar a pleno pulmón de la exquisitez de sus caprichos.
Y todo… por una morera.
“De
entre la multitud de gentes que deambulan por el mundo de los sueños, el
soñador es el único que despierta.” (1)
Simón Candón 18/06/2012
(1) Moncho Dicenta