Estoy olvidadizo. No sé desde cuando no escribo. O tal vez la desgana me invade y las dos afirmaciones primeras no son ciertas y sí lo hago.
Qué se yo.
Es tan raro todo esto.
Me digo de empezar y sin embargo cuando lo intento, lo dejo para más tarde.
Y luego… para que ese más tarde se convierta en un tiempo indeterminado, o en un instante, o en un ¡ya!, o que el uno o el otro, sea fundamental para acometer la tarea. Dos situaciones extrañas que chocan y provocan un chispazo para prender el fuego de la palabra escrita en una hoja en blanco, que por su generosidad, admite lo que sobre ella ponga, sin lamento ni alegría, sino con el acogimiento de ser bien recibida esa palabra escrita llena de fuego, o de miseria, o de desgana, o de entusiasmo, o de alegría, o vete a saber de qué puñetas.
Es tanta la rabia de la impotencia, que la fuerza de ésta se desvanece en el vacío de la locura.
Es tanta la locura de la desgana, que la impotencia acusa el desfallecimiento de la fuerza.
Y la locura repleta de misterio, no hace más que dar vuelta y vuelta en esa nebulosa de galaxia de pensamiento en donde existe el orden y la cordura en ese puntito luminoso que llena la vida.
Y así, empezó todo. Despacio y sin que se diera cuenta.
Muchas miradas distraídas o perdidas en no se sabe qué o en donde. Poco a poco los movimientos ágiles, se tornaron torpes sin saber sus causas y tampoco tuvo preocupación o conciencia para averiguarlo. Se distraía con el ruido que hacía con la manipulación de las bolsas de plástico y volvía mil veces al mismo lugar para ver no se qué y trastear las mismas cosas para dejarlas en el mismo orden en las que las encontraba.
Mil veces el mismo rito. Mil veces. Mil veces miradas distraídas y perdidas y mil sonrisa como escusa en un caminar sin saber a dónde iba.
Más adelante, los pasos se le fueron haciendo más cortos y el deterioro se le vislumbraba cercano.
Su cuerpo le empezaba a gastar malas pasadas y le entorpecía sus movimientos.
El conocimiento de las personas y de las cosas, se le hacía cada vez más cuesta arriba y le costaba distinguirlas y lo suplía siempre con una sonrisa el olvido.
Las pequeñas cosas, se le fueron haciendo montañas… hasta que llegó el día en el que su cuerpo dejó de obedecer las órdenes de su conciencia porque ésta se quedó parada en el mundo perdido de lo infinito.
Y así, su cuerpo y su conciencia se quedaron encerrados para siempre en la nebulosa de la fuerza de la desgana y la locura y el desfallecimiento de la impotencia de la rabia
.
Nunca más supo de sí y sin embargo parecía que su mirada esperaba algo, algo de los demás.
Los demás, siempre pensaron que nunca se dio cuenta.
Pero a los demás, siempre se les quedó la duda.
Y a este azote que cada vez gana más terreno, se le llamó: Alzheimer.
simón candón 22/09/2013